martes, 18 de febrero de 2014

El tesoro del villano perfecto



Hoy vamos a hablaros de un tesoro, de uno de verdad, de esos con oro, mucho oro, unas 500 toneladas nada menos, mil kilitos arriba, mil kilitos abajo.

Ya sabemos que todos vosotros, estimados lectores, estáis mucho más allá de estériles ambiciones materiales, y que incluso si os decimos que el valor actual del mismo rondaría los 15.000.000.000 (quince mil millones) de euros, y que podría estar escondido en algún lugar de la Península Ibérica, no vais a salir corriendo de inmediato en busca de picos, palas y azadones, que diría el Gran Capitán…

¡Eh!… ¿Queda alguien ahí? ¡Volved, por favor, que aún no hemos empezado a contaros nada!

Bien, sentaros, que en primer lugar vamos a presentaros a nuestro villano. Porque todo auténtico tesoro escondido debe tener detrás un villano a su altura, ya sea un psicótico capitán pirata, el jefe de una cruel banda de ladrones, un conquistador sanguinario o un político corrupto hasta las trancas. Y es que está empíricamente demostrado que las personas honradas lo tienen bastante crudo a la hora de acumular cantidades significativas de dinero.

Nuestro villano de hoy se encuadra por completo en el concurridísimo grupo de los políticos corruptos, aunque tiene bastante de todos los demás, ya os hemos dicho que estamos ante el villano (casi) perfecto. Quinto Servilio Cepión no puede siquiera presumir de ser un canalla hecho a sí mismo, dado que procedía de una verdadera estirpe de rufianes desalmados. Su padre, del mismo nombre, fue el simpático general romano que convenció a los lugartenientes de Viriato –magnífico guerrero, pero con graves problemas de selección de personal– para que, a cambio de una pasta gansa, le dieran matarile a su jefe, solo para, una vez realizado el trabajo, salirles con la gracieta esa de “Roma no paga traidores” y quedarse él con la pasta mientras ellos cargaban para siempre con el sambenito de asesinos-traidores-bobos.

Era un orgullosísimo miembro de una de las “gens” de más rancio abolengo de Roma, la Servilia, y destacó siempre por su ecuanimidad: despreciaba con igual saña a todo aquel que no perteneciera a su aristocrático círculo, ya fuera un presuntuoso homo novus, un plebeyo muerto de hambre, un miserable provincial, un bárbaro del norte o uno de los lusitanos a los que, siguiendo la tradición familiar, se dedicó a masacrar durante su etapa como gobernador en Hispania.

Obtuvo el consulado en el 106 a. C. y lo empleó en promover todo tipo de leyes destinadas a favorecer a los patricios frente a los demás grupos sociales. En el 105 fue nombrado gobernador de la Galia Narvonensis coincidiendo con la invasión de los cimbrios y teutones; unos cuantos cientos de miles rubicundos muchachotes que, con germánica eficacia, se dedicaron a arrasar todo lo que encontraron en el camino desde su Escandinavia natal hasta las playas mediterráneas donde habían decidido pasar las vacaciones. En rápida sucesión destrozaron a los ejércitos de Cneo Papirio Carbón, Marco Julio Silano y Lucio Casio Longino Ravila, lo cual obligó el Senado a enviar a nuestro villano al mando de una enorme fuerza compuesta por varias decenas de miles de soldados –las cifras varían– hacia la Galia para poner en sus sitio a los alborotadores nórdicos.

Estos, sin embargo, parecían haber perdido el sentido de la orientación, quizás debido a la ingesta de cantidades industriales de vino, bebida a la que no estaban acostumbrados, y en vez de invadir Italia se fueron dando tumbos hacia el oeste. Servilio Cepión se encontró entonces sin enemigo al que enfrentarse, aunque no tardó en ocurrírsele en qué emplear sus numerosas legiones. Acusó a los volcas tectósages, una tribu gala, de colaborar con los invasores germánicos, y los atacó, derrotó y esclavizó. Una conocida leyenda aseguraba que el fabuloso tesoro obtenido por los galos en el saqueo del santuario de Delfos durante su invasión de Grecia había sido confiado a esta tribu para que lo escondiera en su territorio, y esta información debió de pesar mucho en la decisión de nuestro hombre de hacerles una visita.

Una vez allí se dedicó de forma concienzuda a comprobar la veracidad del mito, masacrando y torturando a los desafortunados tectósages hasta dar con el escondrijo del botín, aunque para ello tuvo, al parecer, que desecar una laguna en cuyo fondo estaba enterrado. Pese a todo, tanto esfuerzo mereció la pena, ya que se hizo con la fabulosa suma de 15.000 talentos de oro y 10.000 de plata. Un talento romano equivalía a 32,3 kilogramos actuales, así que podéis hacer vosotros mismos la cuenta.

Tras inventariar, registrar y embalar tanto metal precioso, nuestro hombre lo envió fuertemente custodiado hacía el puerto de Marsella, en donde debía de embarcar con destino a Roma. La plata llegó, pero el convoy que trasportaba el oro fue asaltado por unos bandidos que, tras exterminar a la escolta, nada menos que una cohorte completa de legionarios, huyeron con su botín hacia el sur, hacia Hispania, donde se les perdió la pista. (Dejar las palas, aún no ha llegado el momento). Desde el principio las circunstancias en las que se produjo la emboscada y la conocida afición de los Servilio Cepión a no ‘aflojar la mosca’, hizo que se levantaran sospechas sobre quién estaba realmente tras el robo. Pero la investigación se detuvo gracias a los cimbrios, que después del paseo parecían haberse despejado un poco y retomaron el camino a Roma.

El mandato de nuestro villano había llegado a su fin y un nuevo cónsul, Cneo Malio Máximo, llegó con más legiones y exigió a Servilio Cepión que se pusiera a sus órdenes. Este, que además de ladrón, torturador, traidor y asesino era muy clasista, se negó, porque Malio Máximo era un ‘hombre nuevo’, y dónde se había visto que un patricio del más rancio abolengo, como él, tuviera que obedecer a un vulgar plebeyo por muy rico que se hubiera hecho. Además, ya se sabe que esa gentuza hacía su fortuna con el comercio y otras actividades igualmente inmorales, en vez de dedicarse a deslomar honradamente a los esclavos de sus latifundios, como todo buen noble.

Llegados a este punto, ambos generales condujeron sus respectivos ejércitos por cuenta propia hacia el río Ródano, donde acamparon uno en cada orilla y esperaron así a los cimbrios. Estos, durante un tiempo, se limitaron a admirar estupefactos como los comandantes romanos se tiraban los trastos a la cabeza. El impasse fue roto, cómo no, por nuestro villano, que además de ladrón, torturador, traidor, asesino y clasista era un ‘sobrao’. Los germanos, impresionados al verse frente a dos ejércitos tan numerosos, aceptaron parlamentar con Manlio, lo cual le sentó como un tiro a Cepión, que temió verse relegado por aquel miserable arribista si triunfaban las negociaciones. Decidido a alcanzar la gloria personal, atacó en plena tregua y sin el apoyo de las tropas del cónsul, usando el sencillo plan de batalla: “Todos a por ellos, al que no avance lo hago reventar a palos”, logrando gracias a tan astuta estrategia la completa aniquilación de sus tropas. Los envalentonados y ofendidos germanos cargaron entonces contra las desmoralizadas legiones consulares, a las que obsequiaron, según su costumbre, con una lluvia de cabezas y otros partes desmembradas de los cuerpos de sus compañeros, antes de desbordar sus líneas y exterminarlos prácticamente a todos.

Servilio Cepión sobrevino gracias a sus nunca suficientemente alabadas cualidades como villano: además de ladrón, torturador, traidor, asesino, clasista y ‘sobrao’ era un completo cobarde, que huyó a uña de caballo en cuanto las cosas empezaron a ponerse feas, abandonando a sus hombres en el campo de batalla. Llegó rápidamente a Roma, donde coincidió con el otro protagonista de la jornada, Cneo Manlio Máximo. Descubrieron así, a buenas horas, que eran más las cosas que les unían que las que les separaban: ambos eran incapaces de anteponer el bien común a sus intereses particulares y ambos se aplicaban a sí mismos, no a los demás, el conocido refrán “Mejor que digan aquí corrió que aquí murió”. A continuación reanudaron su eterna discusión, no centrada ya en quién debía mandar sus desaparecidos ejércitos, sino en quién tenía la culpa, o más culpa, del desastre.

La ciudad los ignoró, preocupada en salvarse del inminente ataque de los bárbaros, tarea que fue encomendada a otro ‘hombre nuevo’, Cayo Mario, líder del partido anti-nobleza, que empalmaría nada menos que 5 consulados seguidos, demostrando así el hartazgo de la sociedad romana ante la arrogancia, corrupción y estupidez de las élites patricias, encarnadas como nadie por nuestro villano. Mario aniquiló por completo a los germanos, a los que se les quitarían durante unos cuantos siglos las ganas de pasearse por el sur en plan abusones, y en medio de las celebraciones por la victoria Servilio Cepión y su tesoro fueron olvidados… durante algún tiempo.

Y es que la idiotez criminal de nuestro hombre y la magnitud de la fortuna desaparecida eran demasiado grandes como para que los políticos demócratas pudieran dejarlas pasar. Diez años después de la derrota de Arausio los responsables fueron llevados a juicio. La acusación formal contra Servilio Cepión era algo así como “pérdida culpable de su ejército”, pero nadie ignoraba que tras ella estaba el deseo de averiguar el paradero del fabuloso tesoro perdido. Pese a que el partido aristocrático cerró filas en la férrea defensa de uno de sus más destacados miembros, este fue condenado a la pérdida de la ciudadanía y al pago de una multa de –sí, lo habéis adivinado–, 15.000 talentos de oro. 

No pudo, o no quiso, abonarla, y a partir de aquí los relatos sobre su destino difieren: según algunos fue condenado al exilio y marchó a Esmirna; según otros murió en la cárcel; e, incluso, Cicerón afirmaba que gracias a sus “contactos” escapó de prisión y huyó a Esmirna. Y no sé por qué, pero a mí me convence la que más esta última versión.

¿Y el oro? ¿Aún os interesa?

Seguro que los que hayáis oído hablar del “Oro de Tolosa” –así se llamaba la capital de los tectósages– conoceréis la historia de cómo Cepión lo envió a Esmirna, lo blanqueó por medio de testaferros y fue heredado por sus descendientes hasta llegar a Bruto, el asesino de César. Es un relato muy evocador, como no podía ser menos puesto que procede de la novelista australiana Colleen McCullough, y por lo tanto no constituye, precisamente, ninguna verdad histórica indiscutible.

Los hechos conocidos llegan hasta su transporte en un convoy, asaltado por un grupo de ladrones tan numeroso y profesional como para exterminar a toda una cohorte de legionarios.A continuación huyen en dirección a Hispania y nadie vuelve a saber nada ni del oro ni de tan temibles bandidos. Solo rumores.

Una pregunta: ¿qué tamaño tendría aquel convoy? 

Si consideramos que un carro tirado por bueyes, el de mayor capacidad de carga, podía transportar entre 500 y 1000 kilos –según el profesor Quesada y otras fuentes–, estaríamos hablando de una hilera de, mínimo, ¡500 carros! Era posible aumentar esa capacidad unciendo varias parejas de animales, pero la estructura de las vehículos y la naturaleza de los caminos –estamos hablando de época alto-republicana– permitirían llevar, como mucho, 2 toneladas por carro. A esto hay que unirle la escolta, vituallas, forraje para los animales… Un convoy inmenso, inusitado, incapaz de pasar desapercibido en ningún tiempo y lugar. Pocas calzadas y caminos podrían soportarlo, por lo cual hay que olvidarse de escapar por senderos y vías secundarias, y, si un carro de transporte normal podía recorrer, como mucho, 30 o 40 kilómetros al día, este monstruo sobrecargado e interminable muy dudosamente lograría hacer la mitad de ese recorrido. Si emplearon mulas estas pueden cargar unos 140 kilos, según el terreno y la distancia. Esto supone un mínimo de 3500 animales; puestos en fila esta tendría una longitud de 14 kilómetros. Y sería necesario llegar hasta algún puerto capaz de gestionar un embarque de semejante volumen.

Sin contar con que transportaban uno de los materiales más rápidamente detectados por el olfato humano y a mayor distancia: el oro.

¿Es factible, en semejantes condiciones, que nuestro villano pudiera hacer llegar hasta Esmirna, en Asia menor, el fruto de su robo sin ser detectado? Resulta dudoso, ninguna prueba lo respalda y nunca más se tuvo noticia de una masa de oro que debía de suponer un porcentaje significativo del total en circulación en la época, ni de la eficacísima banda que lo robó, y que al parecer jamás volvió a actuar.

Basándonos en todo esto os proponemos una teoría alternativa. Quinto Servilio Cepión, consciente de la imposibilidad de llevarse su botín de forma discreta, sobre todo después de darse la alarma por su desaparición –algo que no debió de tardar en ocurrir, al no cumplir el convoy su plan de viaje–, preparó un escondite situado no muy lejos del lugar del asalto. Una vez oculto, los ladrones –con toda probabilidad también legionarios a sus órdenes, lo que les permitió sorprender fácilmente a la escolta– cogieron su parte y regresaron al campamento. Tampoco es descartable para ellos un final más definitivo, más siniestro y más barato, ya conocemos las tradiciones familiares de los Servilio Cepión. En cualquier caso, los germanos no tardarían en dar buena cuenta de todos. 

Su jefe esperaría ir sacando el oro poco a poco, aprovechando su posición, y por eso, quizás, le molestó tanto ser desplazado del mando y se opuso a ello con uñas y dientes.

¿Consiguió su propósito o las sospechas que de inmediato recayeron sobre él, la reaparición de los cimbrios y teutones, la llegada de Malio, la pérdida de su ejército y sus sucesivos reveses políticos y judiciales le impidieron recuperarlo?

Y, si fue así, ¿dónde puede estar escondido?

Bueno, ya os hemos dado bastantes pistas. Investigar, hacer vuestros cálculos…

Yo, por mi parte, estoy a punto de salir un par de semanas de excursión. Solo me queda reunir el material de lectura: unos folletos sobre venta de islas privadas en el trópico.

Suerte.

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