martes, 22 de diciembre de 2015

¡Temed a los no-muertos! Los retornantes en la Antigüedad

Por Israel M. Sánchez

Sur de Sicilia, colonia de Kamarina en la Magna Grecia. Algún momento entre los siglos V y III antes de nuestra Era:

Bajo el sol del mediodía y cubriéndose la cabeza con amplios gorros de esparto tejido, un pequeño grupo de personas se apresura en un camino de tierra alejándose del enterramiento que acaban de llevar a cabo. Sus manos callosas y endurecidas están manchadas de tierra y sus rostros morenos están marcados por el terror, crispados. Mientras caminan alejándose del hogar de los muertos algunos hacen signos contra el mal de ojo y otros tantos murmuran antiguos conjuros de protección, al tiempo que aprietan entre las manos pequeños amuletos. Ninguno de ellos se atreve a mirar atrás. Arriba en el cielo los grajos parecen reírse de su espanto. 


A espaldas de los aldeanos que van salvando entre tropiezos la cuesta que les separa de sus casas, enterrados al final de la zigzagueante línea de huellas que se aleja de la necrópolis, bajo la tierra recién removida y apilada, un hombre adulto y un niño yacen en sus tumbas. Los colonos se han esforzado en darles un tratamiento especial: sus cuerpos estirados están cubiertos por pesadas losas de barro cocido que tapan sus rostros muertos y aplastan sus restos contra la tierra y el gusano.

Nadie se atreverá ya a pronunciar su nombre en alto.


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Aunque ellos no lo sabían, esta escena protagonizada por los aldeanos de Kamarina hace tantos siglos resulta ser universal. Los antiguos griegos, como otros pueblos antes y después a lo largo y ancho del mundo, temían a unos seres que han tenido multitud de nombres y que son protagonistas de un mito tan viejo como la propia humanidad. Como ella, han sido también cosmopolitas.

En el fondo, ese mito aún hoy presente trata de nosotros y de en qué nos transformamos. Trata de lo que hay más allá de la frontera más oscura, el ‘país desconocido’ al que Hamlet temía. El terror de estos griegos antiguos era muy genuino, porque reflejaba algo inherente a nuestro cerebro y al conocimiento que adquiere respecto de nuestro inevitable destino, un miedo que se transforma en algo llamado necrofobia.

Para los pobladores de Kamarina, cuyo legado conocemos gracias a las excavaciones en la necrópolis siciliana de Passo Marinaro, aquellas dos personas habían dejado de ser personas. El adulto y el niño, cuyo sexo en realidad no sabemos y que probablemente eran familiares de alguno de los personajes que hemos visto de forma fugaz con los ojos de nuestra imaginación, ya no eran humanos. Se habían transformado en miembros de una estirpe de pesadilla y debían ser anulados sujetándolos a la tierra de sus tumbas. Eran no-muertos, cadáveres andantes como los que han infestado las creencias populares desde la noche de los tiempos, aquellos que retornan de su infierno particular más allá de la orilla Plutoniana de la noche para traer desgracia, enfermedades y muerte (o algo peor que la muerte) a los vivos.

En las próximas semanas publicaremos una serie de artículos que nos acercarán a las creencias sobre los retornantes: qué son exactamente, qué rastros deja la lucha contra ellos, qué teorías había sobre sus razones para volver del mundo ultraterreno y cómo creían nuestros ancestros estar a salvo de ellos.

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