miércoles, 10 de mayo de 2017

Lucio Aruncio, el patricio ejemplar



 Hay personas que representan a toda una clase, que se vuelven ejemplos de una forma de vivir, de un ideario político, cultural y hasta estético. El historiador Tácito, que se las daba de imparcial pero que describe a casi todos los personajes de sus obras con desprecio y soltando bilis a raudales, considera, sin embargo, a Lucio Arruncio el modelo del romano, un hombre de “suma virtud y santas costumbres”

 Lucio Aruncio nació en el 27 a.C. y le tocó vivir una época ambigua, de transición entre la república y el gobierno de emperadores absolutos, más o menos en sus cabales. Provenía de una antigua familia, los aruncios, que ocuparon cargos políticos en Roma casi por costumbre, y su padre había sido almirante de Augusto contra Sexto Pompeyo y luego en la batalla de Actium, dirigiendo el victorioso centro de la flota y dando una paliza a Marco Antonio. También fue cónsul en el 22 a. C. y hasta aparece en el Ara Pacis como sacerdote. Vamos, que nuestro Lucio tenía mucho pedigrí por nacimiento. Como se llamaba igual que su padre, Aruncio fue llamado “el joven” para distinguirlo.

Ara Pacis, lado norte. Uno de los Quindecemviri es el papá de Aruncio.

 Nada sabemos de su niñez y juventud, pero suponemos que debió de ser un habitual en la corte del emperador Augusto desde sus primeros años, codeándose con los miembros de su edad de la familia imperial y de otras ilustres familias. Seguramente también conoció y padeció al médico Antonio Musa
 Su educación fue la más esmerada de su tiempo y seguramente tenía una mente despierta e inteligente, que lo llevó a una rápida carrera, destacando pronto en el Senado por su capacidad oratoria. Todo esto, unido a la influencia de su familia, lo llevaría a ganarse la confianza de Augusto y alcanzar el consulado en el año 6 d.C., a los 33 años. Una edad bastante joven para el cargo.

Sabemos, por Tácito, que Aruncio era popular y Augusto lo tenía en gran estima, pues en una de sus últimas conversaciones, cuando se habló sobre quién podría sucederle como príncipe del estado, dijo que

“Marco Lépido era capaz pero que menospreciaría serlo; que Galo Asinio aspiraría al cargo, aunque era incapaz, y que Lucio Aruncio no era indigno y si hallaba ocasión lo intentaría sin duda.” 

 Pero la sucesión de Augusto estaba bien atada cuando murió en el año 14. Fue sucedido por Tiberio, su hijo político y adoptivo. El Senado se limitó, en primer lugar, a celebrar el funeral de Augusto antes de ratificar a Tiberio en su puesto. Sabemos por Tácito que se discutió en el Senado la pompa fúnebre y 


“Consultadas después las honras, fueron los más notables consejos el de Galo Asinio, que se guiase la pompa por la puerta triunfal; y el de Lucio Aruncio, que se llevasen delante los títulos, de las leyes hechas y de las naciones conquistadas por él.”


Como vemos, dos de los citados por Augusto en su conversación, Galo Asinio y nuestro Aruncio, marcaban la pauta del Senado.

Tiberio, en sus años mozos.

Luego del funeral, llegó el momento delicado de la sucesión. Era la primera vez que un emperador iba a suceder a otro y las cosas no estaban nada claras. Tiberio tenía ya todo el poder y todos lo sabían, pero quería que el Senado se lo ratificase, para conservar la ficción de la república y no presentarse como un dictador. En la sesión del Senado que discutía el tema se hizo el modesto y dijo que aceptaría compartir la responsabilidad del imperio con el Senado, por supuesto, pero no toda la responsabilidad, que el mismo Senado decidiese cuál debía ser. Un gesto a la espera de que los senadores rogasen que gobernara todo él solito y así aceptar el cargo como si fuera un sacrificio por la patria.

Pero Galo Asinio y Aruncio se levantaron de sus asientos y preguntaron de forma irónica que, si el modesto Tiberio estaba por la labor de repartir, entonces qué parte de responsabilidad quería en el gobierno, que no tendrían ningún problema en dársela. Suponemos que la cara que puso Tiberio debió ser de todo menos bonita, porque Galo Asinio y Aruncio se dieron cuenta de que el nuevo jefe no aceptaba ironías y se levantaron de nuevo para cambiar de inmediato sus discursos: el gobierno es mejor que lo dirija una mente sola, que ya está Tiberio para eso y que viva el nuevo príncipe del estado, bla, bla.

Pero Tiberio quedó en evidencia ante todos y era de los que no olvidaban las afrentas. Se la guardaría a Aruncio el resto de su vida. 

También se la guardó Sejano, el nuevo prefecto de los pretorianos. Un tipo inteligente, ambicioso y de total confianza del nuevo emperador. Sejano convirtió a los pretorianos en una fuerza de poder, la suya, juntando a todos en un solo cuartel y haciendo que su presencia en la ciudad, el palacio imperial y alrededor del emperador fuera evidente… y amenazante. 

Arco de Claudio. Relieve con pretorianos emplumados

Con esta fuerza leal, asumiendo cada vez más tareas y eliminando de forma expeditiva a sus rivales, Sejano se convirtió en el verdadero gobernante de Roma a la sombra de un Tiberio que le dejaba hacer. Los senadores influyentes como Aruncio solo eran una molestia a la espera de caer en alguna de sus tramas.

Pero por ahora, Aruncio seguía yendo al Senado y ocupándose de asuntos menores. En el año 15 hubo un desbordamiento del Tíber por casi toda la ciudad, uno más de una larga lista, y se encargó a Aruncio y al jurista Acio Capitón dirigir una comisión para arreglar el asunto de una vez, desviando alguno de los afluentes del río. El problema fue que muchas pequeñas ciudades de río arriba se quejaron al momento, porque cualquier desvío podría impedir el riego de sus campos y provocar su ruina. La queja más original fue la de Reate: 


“El mismo Tíber se va a enfadar más todavía si es privado de alguno de sus afluentes y obligado a fluir con menos gloria” 


 Al final, ya sea por las quejas, la dificultad de las obras o por si el río se cabrease de veras y dejase Roma hecha una laguna, Aruncio y Acio abandonaron la idea de desviar corrientes y el Tíber siguió fluyendo tan orgulloso como siempre.

Museos Vaticanos. El dios Tíber, posando antes de desparramarse.

 En el año 20, Aruncio fue solicitado como abogado defensor por el ex gobernador de Siria, Calpurnio Pisón, acusado de asesinar a Germánico, uno de los teóricos sucesores de Tiberio, que iban todos muriendo poco a poco, como por casualidad. Pero Aruncio se negó, porque el desprestigio de Calpurnio era notable, fuese culpable o no del asunto, y no quería asomar la cabeza en un asunto nada claro. Sejano seguía vigilando en la sombra esperando otra ocasión.

En el año 22, surgió en el Senado una curiosa discusión entre sus miembros, que nos muestra que en esa augusta asamblea se discutía de todo, por muy tonto que nos parezca hoy en día. Domicio Corbulón, ex pretor, se quejó de forma vehemente ante sus colegas de Lucio Sila, un joven algo chulito, porque en el espectáculo de gladiadores del día anterior no le había dejado sentarse en su lugar, pese a ser más viejo y con más honores. Exigía un castigo al chulito. Vaya por Dios, si es que no hay época en que la juventud se vuelva cada vez más maleducada.

Corbulón tenía de su parte el favor de los senadores más viejos, claro está, pero en la oposición se colocó Lucio Aruncio, que era pariente del joven y tenía ganas de marcha oratoria. Así que todo el Senado se sumió durante un día en largos discursos de toma y daca sobre ceder asientos, Aruncio defendiendo al insolente, mientras otros se pasaron el tiempo

“contando ejemplos antiguos en que con gravísimos decretos se habían castigado los desacatos juveniles,” 


Hasta que el hijo del emperador Tiberio, Druso, que estaba presente, y un poco harto ya, comenzó a aquietar los ánimos alterados, que los egregios senadores estaban a punto de zurrarse por culpa de ceder un asiento. Al final, Mamerco, el tío y padrastro del chulito Sila, dio satisfacción al humillado Corbulón y pidió perdón. Pero la discusión fue lo suficiente recordada como para que Tácito la citase.


Un día cualquiera en el Senado... discutiendo si ponen sillas a los de arriba, que dan pena.

 El año 23, Druso acabó envenenado por una conjura de Sejano, que seguía su camino obsesivo de acaparar el poder sin escrúpulos. Tiberio, desolado por la muerte de su hijo, deprimido y engañado del todo, empezó a llamar a Sejano “mi compañero”.

En el año 25, murió asesinado por un nativo vengativo el gobernador de la Tarraconense, y Tiberio, en un gesto de acercamiento al Senado, nombró a nuestro Aruncio nuevo gobernador. 

No piso la provincia. Puede ser porque Tiberio, en el fondo, recordase la conversación de Augusto y no confiase en él, obligando a Aruncio a gobernar la rica provincia “in absentia”. O puede ser, como dice Ronald Syme, en “The Augustan Aristocracy”, un gesto de deferencia, pues gobernando “in absentia” podían tener los beneficios de ser gobernador sin necesidad de hacer el viaje y dedicarse a las aburridas rutinas de su cargo en provincias. Como prueba, un gobernador de Siria de probada lealtad, Elio Lama, también estuvo años sin pisar su provincia.

Sejano seguía tejiendo su red de poder, con la ayuda de un hastiado y perezoso Tiberio, retirado en su villa de Capri desde el año 26, por lo que su “compañero” gobernaba solitario en Roma, libre y confiado, única persona de contacto con el alejado emperador, al que informaba de lo que quería y cuando le daba la gana. 

Villa Iovis en Capri (Maurice Boutterin, 1913). Tiberio tenía más villas en la isla, esta era para la siesta 

 Tanta suerte y poder se le subieron un poco a la cabeza. Sejano empezó a propasarse y a eliminar abiertamente a toda oposición a su poder mediante juicios amañados a senadores y équites. No se sabe bien si su ambición era llegar a ser emperador él mismo o el regente de cualquier sucesor de Tiberio, pero no parecía tener límites… hasta llegar a Aruncio.

Sejano, confiado ya de tener el poder total en la ciudad, lo acusó, por fin, y nada menos que de traición. Aquello pareció demasiado hasta a los más indiferentes ante sus intenciones. Aruncio era uno de los principales y más influyentes líderes del Senado y era evidente que no había pruebas verdaderas de la acusación. 

Se consiguió, mediante una pariente de confianza, informar al aislado Tiberio del asunto y de todo lo que había estado haciendo Sejano en su ausencia. La reacción de Tiberio ante los excesos y crímenes de su “compañero”, quizá el que creía su único amigo, fue implacable y fulminante, digna de un gran resentido: Sejano fue arrestado y ejecutado, lo mismo que su familia, amigos y todos sus cercanos o simples simpatizantes. La rabia de Tiberio extendió el terror por Roma durante los meses siguientes.

Aruncio había sido el instrumento pasivo de la caída al abismo de Sejano. El siguiente prefecto de los pretorianos, Macrón, lo tuvo muy en cuenta. Era tan ambicioso como Sejano y tenía la misma facilidad para ganarse enemigos y luego eliminarlos, pero también era más prudente. 

Llegamos al año 37 y como dice Tácito: 

“Echábanse entre tanto en Roma peligrosas semillas para ir continuando la matanza”

Una conocida y descocada dama de la alta sociedad romana, llamada Albucila, fue acusada de impiedad hacia el emperador y de adulterio con varios importantes personajes del Senado, entre ellos, Aruncio. Al descubrirse que Macrón asistía en persona a los interrogatorios, y que no había ninguna carta del emperador sobre el asunto, hasta puede que ni supiera nada; todos sospecharon que era una trama de Macrón por la enemistad pública que tenía contra Aruncio, como principal representante del cuerpo senatorial. Buscaba la acusación de traición. También todo el mundo sabía que Tiberio se estaba muriendo. 

Albucila murió en prisión, tras un intento de suicidio, si hacemos caso a Dión Casio, que habla sobre esta conjura y de una mujer herida y muerta en prisión.

El resto de los acusados alargaron su defensa, a la espera de la muerte de Tiberio y de nuevos tiempos con otro emperador. Se tenía puesta mucha esperanza en el siguiente, un tal Cayo César, llamado Calígula.

Busto restaurado de Calígula. Una carita angelical.

Pero Aruncio estaba harto, o dicho en la prosa de Tácito:

“a los amigos que le persuadían el diferir y esperar, respondió que no eran honradas a todos unas mismas cosas; que habiendo ya vivido harto, no se arrepentía de otra cosa que de haber pasado la vejez con tantas ansias entre menosprecios y peligros, primero a causa de Sejano, y después de Macrón,”

A los que le dijeron que con un nuevo príncipe todo iría mejor, Aruncio, que debía conocer de cerca al joven Cayo César, les replicó, en palabras de Dión Casio:

“No puedo en mi vejez llegar a ser el esclavo de un nuevo amo como él”

Y dicho esto, nuestro Aruncio, llevando el papel de patricio ejemplar hasta el final, se cortó las venas con total tranquilidad.

Días después murió Tiberio y el nuevo emperador Calígula se encargó en los años siguientes, como todos sabemos, de cumplir con dedicación y empeño la profecía de Aruncio. 

Macrón fue de los primeros que ordenó ejecutar.

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