martes, 21 de noviembre de 2017

Manlio Torcuato y los ciudadanos de una sola pieza


Tito Manlio Torcuato debía de tener en tiempos de la derrota de Cannas una edad respetable para los cánones de la época. Si damos por hecho que alcanzó su primer consulado con 42 años ya cumplidos, tal y como estipulaba la costumbre (que ya había empezado a resquebrajarse con múltiples excepciones a la regla), cuando sucedió aquel desastre bélico debía de tener algo más de 60 años.

Era, pues, un hombre mayor, chapado a la antigua tanto por su edad como por sus antecedentes. No en vano los Manlios presumían de un abolengo casi tan rancio como los linajudos Fabios. En su árbol genealógico florecían con abundancia héroes y altos magistrados de la República. El primero Manlio del que tenemos noticia, en el siglo V a. C., fue un cónsul que pereció en batalla contra los etruscos.

Por tener, los Manlios tenían incluso héroes de los que abominaban, como el salvador del Capitolio (ayuda aviar incluida) en el año 390 a. C., despeñado años después desde la roca Tarpeya por su deriva populista.

Uno de los referentes más conspicuos de la familia fue el bisabuelo, tres veces cónsul, la última de ellas en 340 a. C. con el no menos famoso Decio Mus, el primero de la estirpe de egregios suicidas del mismo nombre. Además de reconocido político, el bisabuelo se convirtió en un ejemplo paradigmático de valentía. En su juventud, en una de las numerosas guerras contra los galos, venció en combate singular a un gigantesco guerrero al que arrebató su preciado torques. El lance dio pie al cognomen que llevarían orgullosamente durante siglos sus descendientes (Torcuato, es decir, el que lleva torques).

Con estos antecedentes familiares, cualquier Manlio debía de sentir desde joven la presión por no quedarse rezagado, aportando una buena cantidad de magistraturas para reverdecer la gloria de su familia.

Una nueva ración de gloria para el historial familiar.
En el caso del Tito Manlio Torcuato contemporáneo al desastre de Cannas, este senador podía enorgullecerse de una espléndida carrera política. En sus años mozos había sido dos veces cónsul. También llegó a censor, la máxima dignidad política a la que un romano de la élite podía aspirar, si bien su mandato acabó precozmente por algún motivo que las fuentes nos ocultan, quizá algún mal augurio. A esas alturas, lo único que le quedaba por conseguir era ser princeps senatus, puesto de gran prestancia sólo al alcance del excensor de más edad.

En esa carrera de fondo estaba, ejerciendo su influencia en el Senado, cuando en 216 a. C. compareció ante los padres conscriptos la legación de los soldados capturados por Aníbal en Cannas. La súplica de los portavoces movió el ánimo hacia la clemencia y el rescate de los legionarios. Pero entonces alguien sugirió indagar el parecer de Torcuato, “hombre de una rigidez a la antigua y, en opinión de muchos, demasiado rigurosa”, según Tito Livio. Todos debían de esperar del veterano senador una dosis de vieja tradición. Y esta llegó… con la delicadeza de una carga de caballería.

Era obvio que un baluarte conservador con Manlio Torcuato apelaría a las costumbres heredadas de los mayores, que establecían no pagar por liberar a los soldados en poder del enemigo. Una medida tan severa es, sin embargo, sensata desde un punto de vista militar, pues infunde un extra de valor al soldado. Al fin y al cabo, en el fragor del combate es más fácil que flaquee el ánimo de quien espera que sus conciudadanos le rescaten en caso de ser apresado. La guerra se basa en el binomio terrible de victoria o muerte.

Poca consideración hacia los prisioneros.
Todos sabían que Manlio recordaría el axioma de que “en ninguna ciudad los prisioneros son más desagradables que en Roma”. Ese desagrado, de hecho, palpita el tono abiertamente agresivo que usó contra los cautivos, cuya súplica recibía como una afrenta hacia los muertos y los vivos que se retiraron para seguir luchando. Torcuato no escatima descalificativos: débiles y traidores, cobardes y malvados; malos ciudadanos que deshonran la memoria de sus antecesores; personas que esperaron escondidas tras una empalizada a que llegase el enemigo para rendirse y que, por tanto, merecen la esclavitud en la que se han dejado caer…

En la lista de ignominias que el senador les achaca figura incluso la de haber intentado oponerse por la fuerza a P. Sempronio Tuditano. Este tribuno militar y otros 600 supervivientes aprovecharon la oscuridad de la noche que siguió a la humillante derrota en Cannas para escabullirse y alcanzar zona aliada. La resistencia armada a la salida de Tuditano no figura en el relato de Tito Livio sobre la fatídica batalla. Es la palabra de Torcuato contra la de los supervivientes, en los que tampoco sorprendería una reacción así. Al fin y al cabo, habían presenciado una catástrofe de dimensiones formidables. Sin embargo, aún quedaban un par de milenios para que la medicina reconociese la existencia del trastorno por estrés postraumático.

La diatriba de Torcuato tuvo un efecto inmediato sobre el ánimo del Senado, que relega rápidamente la opción del rescate. Quizá espoleados por la virulencia de esta intervención, los miembros de la Curia empiezan a considerar otras razones que quizá siempre estuvieron sobre la mesa, aunque ocultas por la emotividad del caso.

Los motivos económicos cobra peso entre la audiencia, que conviene en que vaciar las arcas públicas para liberar a los presos no sólo dejaría en una situación financiera muy complicada a la República, sino que daría además un balón de oxígeno a Aníbal. Por aquel entonces, corría el rumor de que el cartaginés estaba “especialmente necesitado de dinero”.

Finalmente, el Senado llega a un acuerdo. La resolución es tajante: Roma se desentenderá de los cautivos.

Discurso ante el senado. Fotograma de la serie Roma (HBO)

Tras la rotundidad de este pronunciamiento se esconde un profundo desgarro social y personal, según  insinúa Livio entre líneas. La Curia que renunciaba al rescate estaba formada por una mayoría de senadores que “tenían relaciones de parentesco con los prisioneros”. Por otra parte, entre los que habían perdido a sus seres queridos en el campo de batalla, el destino de los cautivos es dudoso que aliviase lo más mínimo su pérdida. “Al antiguo dolor vino a sumarse ese otro de la pérdida de tantos ciudadanos”, afirma el historiador latino.

En cualquier caso, la decisión estaba tomada y no cabía más que informar al cartaginés y a los propios afectados. Si la legación de los cautivos llegó a Roma en un ambiente de gran emoción, la partida de los portavoces se produce en un clima tenso, puede que inflamable. La multitud, entre quejas y lamentos, acompaña hasta la puerta de la ciudad a los que vuelven al campamento de Aníbal para llevar la terrible noticia a sus compañeros. La huella que unos y otros dejaron en la Historia será diferente, como veremos en la próxima y última entrega. 

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